Alma Delia Murillo
09/03/2013 - 12:00 am
Diablo mío
Masturbarse es del Diablo, escuché decir a una tía cuando yo tenía nueve años. Mi tía Eva, que en paz descanse y en compañía de todos las plegarias que rezó mientras vivía se encuentre, era un ser bueno y amoroso con el sufrimiento como eje de su vida. Pobre. Pienso en ella y me estremezco: […]
Masturbarse es del Diablo, escuché decir a una tía cuando yo tenía nueve años.
Mi tía Eva, que en paz descanse y en compañía de todos las plegarias que rezó mientras vivía se encuentre, era un ser bueno y amoroso con el sufrimiento como eje de su vida. Pobre. Pienso en ella y me estremezco: estoy segura de que murió sin haber tenido un orgasmo.
Pero la tía Eva nunca supo ni sabrá que con esa frase me regaló un poderoso fetiche que alentaba mis calenturas para masturbarme durante la adolescencia. Pensar que estaba cometiendo una transgresión de dimensiones diabólicas me prendía muchísimo. No se asusten, que no desarrollé ninguna parafilia exótica y tampoco los voy a invitar a unirse a una oscura secta. Es sólo que me gustaría, para variar y aunque esté tan demodé como la Edad Media, darle un poco de reconocimiento al Diablo por todo lo que él hace por nosotros, al menos por mí. Tratar, si tal cosa fuera posible, de revalorarlo.
Y es que, aunque ya pasaron los mejores años de los dos, hubo una época en que el Diablo era tan poderoso como el mismísimo Dios. Ambos vinieron a menos con esta cosa llamada poder adquisitivo que es una tabla rasa y que empareja cualquier creencia, código ético o moral. He aquí la muerte de los valores absolutos de la que –creo– hablaba Nietzsche.
Ya nada es bueno o malo, ahora el mundo se divide en caro o barato, de marca o jodido. Y cuando eso ocurre, queda poco lugar para las pasiones y los instintos. Toda la fuerza vital se va en trabajar para conseguir las posesiones que nos colocarán del lado chingón, del lado donde las marcas de las etiquetas se traducen en dignidad humana. Qué pena que nos hayamos vuelto tan correctos y tan bien portados en pos de la productividad. Qué pena que prediquemos decálogos con preceptos del tipo: no te enojes, no te quejes, sonríe siempre, no estés triste, disfruta lo que haces. ¿Por qué?, ¿acaso la vida no está hecha también de rabias y de tristezas?, ¿o es que la única manera de ir por el mundo es con cara de beato y una sonrisa chispeante de promocional publicitario?, ¿y por qué está prohibido sentir insatisfacción si es probablemente la semilla más poderosa para generar un cambio fértil en la vida de cualquiera?
¿A dónde fueron a parar nuestros instintos?, ¿por qué ignoramos de esta manera a nuestros demonios? (Ay, tal parece que nunca escaparé de mi laberinto de preguntas).
Aceptemos que la oscuridad del alma germina, que el deseo de peligro germina.
La locura es buena, también la rabia, el deseo, el placer y la ambición. Y quien no quiera atravesar por esas pasiones se condena a sí mismo a vivir la vida a medias, a convertirse en un ser mutilado.
Hay que enojarse y asumir el enojo, aunque sea del Diablo. La próxima vez que alguien me diga “No te enojes”, le morderé un dedo hasta arrancárselo. Lo juro.
Siempre que atravieso el aeropuerto para tomar un vuelo oficinero me deprimo: todos los señores con la misma camisa azul corporativo, azul Godínez, azul ordinario, azul hueva. Todos con el mismo peinado, el mismo comportamiento, la misma cara de anestesiados. Eso sí: anestesiados exitosos y con buen salario (o quién sabe, a la mejor ni eso).
Y las mujeres pintan un panorama parecido: pelo planchado, trajes grises o negros, barritas integrales asomando de los bolsos y cara permanente de estoy a dieta. Así somos, así nos vemos, de tal manera nos ha uniformado este paraíso en la tierra al que llamamos clase media.
Así que no le tengamos tanto miedo y dejemos que el Diablo nos saque de la cama o nos encadene a aquella donde duerme el cuerpo que nos domina. Dejemos que nos exilie del sueño, que nos haga renunciar al trabajo, que nos rompa la vida brutalmente para cambiar de profesión, de ciudad o de pareja. Dejemos, por una vez, salir a las bestias y con ello demos cuenta de estar vivos.
Diablo mío: déjanos ser débiles ante la tentación y regálanos la ocasión de caer.
Diablo frágil, Diablo interno, Diablo solitario: déjanos palpar la oscuridad y nombrarla para que podamos elegir la luz. Y míranos. O mírame a mí que trataré de resistir y no desintegrarme.
Yo reivindico al Diablo, eterno incomprendido. Rechazado porque reina los deseos más profundos. Porque al mirarlo de frente, nos vemos a nosotros mismos.
Y en verdad os digo, hermanos, que hoy pecaría, mañana no sé. Por ello les propongo que no dejemos para mañana lo que podamos pecar hoy y los convoco a que cedan a las tentaciones: así sabrán de qué están hechos.
Oremos, hermanos. Amén.
@AlmitaDelia
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